El pasado 13 de junio se cumplieron dos años desde que escuché a Bob Dylan en los Jardines del Generalife. Era mi santo. La Alhambra al fondo, luna llena, la noche templada. El regalo perfecto. Y esa voz tan áspera que, más que cantar, tallaba el aire.
(Si no leíste la primera parte de esta historia —la de las manos entrelazadas, el amor que escucha sin entender, la epifanía en una peluquería— puedes hacerlo aquí, antes de seguir. Porque esta segunda entrega no se entiende del todo sin la primera.)
Dylan, como acostumbra, no tocó ni una sola nota de sus canciones más conocidas. Las melodías eran irreconocibles para muchos de los asistentes. Ese Dylan que subió al escenario no era el Dylan de sus discos. Ni el de sus sueños. Ni siquiera el de su juventud. Era una versión despojada de sí mismo.
Lo que ocurrió es que muchos de los que estaban allí tenían idealizada la figura del joven trovador folk de voz afilada y guitarra acústica. Esperaban reencontrarse con el Dylan de los años sesenta, pero se toparon con el Dylan del presente: un anciano enigmático, hermético y genial.
Y entonces, claro, algunos se sintieron decepcionados. Pero no les decepcionó él como persona. Sino la imagen que ellos tenían del joven Bob.
Había algo profundamente coherente en ese desvío:había elegido ser infiel al Dylan que fue, como acto de fidelidad a sí mismo.
Bob Dylan, siempre uno de sus grandes hitos característicos que lo definen como artista, es que nunca se ha casado consigo mismo. Es decir, él ha sido infiel al Bob Dylan del pasado y se ha sometido a un continuo proceso de transformación que lo llevó a pasar del folk a un sonido más eléctrico, para después pasar casi a un gospel religioso y terminar con una casi poesía cantada más que canción como tal.
Hay quien dice “no cambies nunca” como si fuera un piropo. Pero el cambio, la evolución, son inherentes a la vida. Lo que no cambia, se estanca. Y lo que se estanca, muere.
Vivir es atreverse a dejar de interpretar la versión antigua de uno mismo. Como Dylan: sin pedir permiso, sin mirar atrás, sin repetir fórmula. Cantar con la voz que tienes hoy. Ser infiel, sí. Pero solo a lo que ya no vibra contigo.
A veces hay que decepcionar al público que espera la misma canción… para no decepcionarte a ti mismo. No vinimos a repetir canciones. Vinimos a escribir nuevas partituras, aunque nadie las entienda todavía.
En 1966, durante un concierto en Mánchester, Dylan subió al escenario con una guitarra eléctrica.
El público —acostumbrado al Dylan acústico, folk y contestatario— se sintió traicionado, hasta tal punto que alguien gritó:
“¡Judas!”
Dylan se quedó quieto.Respondió con una voz de fuego:
“No te creo… eres un mentiroso.”
Se volvió y le gritó a su banda:
“Play it fuckin’ loud.” “¡Tocadla jodidamente alto!”
Entonces sonó Like a Rolling Stone. Y el mundo cambió.
Gracias de corazón por estar ahí cada semana. Si esta historia resuena contigo, compártela. Que suene más lejos.
P.D.Hace dos años celebré mi santo escuchando a Dylan bajo la luna de Granada.
El año pasado, lo celebré terminando mi libro sobre el nervio vago en la Biblioteca Pública de Nueva York.
Este año, ese mismo libro estará disponible en Estados Unidos.
La vida tiene su propio compás.
Y a veces, suena como una canción que nunca esperabas… pero que siempre fue tuya porque ya estaba escrita de antemano.
Lo de “no cambies nunca” tiene mucho peligro… Gracias por recordárnoslo 💖
Felicidades por el lanzamiento en Estados Unidos!!✨👏👏👏 y gracias por esta historia que como siempre nos trae una reflexión importante!! 🦋✨🫶