Cuenta la leyenda que Alejandro Magno, discípulo de Aristóteles y gran defensor del conocimiento, fue a visitar al filósofo cínico Diógenes de Sinope, que vivía en un tonel, despreciando toda posesión salvo su libertad y su intelecto.
Lo encontró tumbado al sol, sereno, sin prisa.
Entonces Alejandro —el hombre más poderoso del mundo— se acercó con respeto y le dijo:
“Me han dicho que eres el hombre más sabio, y sin embargo vives en la inmundicia. Quiero ayudarte.
Pídeme lo que quieras, que te lo concederé.”
Diógenes, sin inmutarse, levantó apenas la vista y respondió:
“Solo necesito una cosa: que te apartes. Me estás tapando el sol.”
Aquel que había conquistado el mundo conocido quedó tan perplejo que solo pudo decir:
“Si no fuera Alejandro… querría ser Diógenes.”
Un rey dispuesto a darlo todo. Y un sabio que no necesitaba nada.
Tanto, que cuando Aristipo —filósofo cortesano, acomodado y obediente— se burló de su pobreza diciéndole:
“Si aprendieras a halagar al rey, no tendrías que vivir de lentejas”,
Diógenes le respondió con una estocada de lucidez:
“Y si tú aprendieras a vivir de lentejas, no tendrías que halagar al rey.”
Una defensa filosófica del desapego y la autosuficiencia.
Un recordatorio de que hay dos formas de vivir:
vendiendo el alma por comodidad…
o alcanzando libertad a través de la incomodidad voluntaria.
Muchos siglos antes —allá, en el lejano oriente— Siddhartha Gautama, el Buda, permanecía sentado bajo una higuera. Frente a él, un comerciante llamado Kamaswami le preguntaba el por qué de su renuncia a la comodidad.
Siddhartha le respondió con calma. Le explicó que había cultivado en sí mismo tres cualidades fundamentales: pensar, esperar y ayunar (dominar los impulsos, saber prescindir).
“Sé pensar. Sé esperar. Sé ayunar.
El ayuno me enseña a soportar el hambre, el dolor, la ausencia.
Me muestra que puedo caminar por la vida sin depender de lo superfluo.
La meditación me conecta con lo eterno.
Y el pensamiento me permite comprender, discernir, elegir.”
Y con eso, le bastaba para no temer a nada.
Buda y Diógenes
Dos hombres.
Una misma verdad.
Sabemos que Alejandro Magno cruzó el Hindu Kush y se adentró en la India en busca de gloria. Pero allí se encontró con algo que no pudo conquistar: una civilización milenaria, llena de una sabiduría tejida con los hilos del samkhya, el vedanta, el jainismo y, por supuesto, el budismo, que en esa época ya se expandía por el norte del subcontinente gracias a las enseñanzas de Siddhartha Gautama.
Alejandro fundó varias ciudades en esa región, entre ellas Alexandria Eschate —la más oriental de todas—, y mantuvo largas conversaciones con sabios indios, a quienes los griegos llamaban gimnosofistas: los “filósofos desnudos”.
Uno de ellos fue Calano, un asceta sin posesiones, que caminaba con la serenidad de quien ya lo ha dejado todo atrás.
Su sola presencia impresionó profundamente al séquito de Alejandro.
Y tanto fue así, que viajó con él hasta Persia.
Allí, ya anciano, decidió morir voluntariamente mediante autocremación.
Lo hizo sin dolor, sin protesta, sin miedo.
Dejando asombrados a los griegos con su serenidad ante la muerte.
🜂El fuego de Calano prendió la llama Helenística:
Alejandro, en sus campañas, llevó a sus soldados hasta el Indo…
pero también trajo de vuelta preguntas nuevas.
Quizás el pensamiento helenístico tuviera su germen en las tradiciones filosófico-espirituales de la India: el desapego, la contemplación, el ayuno, la renuncia voluntaria.
Una forma de estar en el mundo que los griegos llamarían más tarde:
ataraxia, autarkeia, eudaimonía.
¿Y si las raíces del cinismo, el estoicismo y el epicureísmo
fueran semillas indias traídas por Alejandro
y regadas por el resto de los discípulos de Aristóteles?
Quizá el verdadero imperio que fundó Alejandro fuese él de la sabiduría compartida, donde Oriente y Occidente se reconocieron como espejos de lo eterno.
Quizá las enseñanzas del sabio de sonrisa serena,
aquel que meditaba bajo una higuera sobre el poder del ayuno, de la renuncia, de la espera
viajaron —como el polen de un loto—
hasta las costas del Egeo.
Y así:
Diógenes renunció al poder,
Epicuro al exceso,
Epicteto al resentimiento,
Marco Aurelio al privilegio.
Todos, en cierto modo, hijos del mismo sol que iluminó a Buda
Todos ellos, Hijos de la Adversidad.
🔥 Hijos de una misma llama
En mi primer libro, Hijos de la Adversidad, escribí que el frío, el silencio, el hambre voluntaria…no son castigos, sino portales.
Espacios de renuncia y reflexión donde uno se encuentra consigo mismo.
Escribí también sobre cómo, en un mundo que trata de volvernos dóciles a base de confort, la incomodidad elegida puede ser la forma más alta de libertad.
Hoy, que Hijos de la Adversidad (aquí tienes el enlace para ojearlo) alcanza su décima edición, quiero honrar ese linaje invisible.
El que une a Buda con Occidente.
Esa circularidad del tiempo y del todo con la que tanto le gustaba jugar a Borges.
Ese “como es arriba, es abajo” del Kybalión.
Ese delgado hilo rojo que atraviesa el tonel de Diógenes, el jardín de Epicuro, el diario de Marco Aurelio y la higuera donde Siddhartha despertó.
Todos ellos me han enseñado algo esencial:
que lo único que nos separa de la libertad…
es esa sombra que nos tapa el sol.
“Nada es suficiente para quien lo suficiente es poco.”
—Epicuro
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Quizá alguien cerca de ti necesite escucharla.
Quizá también esté buscando su lugar bajo el sol.
Felicidades por la décima edición!! 👏👏👏Me hace muy feliz!! 🥰Este libro es el que siempre recomiendo para empezar el cambio! 😉🦋Gracias por esta maravillosa historia llena de sabiduría! ✨♾️❤️🔥🙏🙏
Cuántas verdades juntas Antonio y cuánto para reflexionar, cuánto más tenemos más queremos y lo cierto es que para ser felices no necesitamos nada, pues sin nada venimos y nada nos llevaremos. Aprendamos a disfrutar de cada pequeño instante y dejemos de valorar lo material. Gracias por tus escritos.