En una oscuridad densa y viva, donde apenas unas velas titilaban. Durante un viaje chamánico —una especie de meditación guiada por el sonido del tambor y la maraca— atravesé un momento en el que todo parecía suspendido. Un estado en el que sueño y vigilia se confunden: un umbral invisible donde algo cambia, aunque no sepamos qué.
Ese instante cobró forma. Sencilla y perfecta. Una runa de luz, suspendida entre ambos mundos. Dos triángulos que se tocan, como dos tiempos que se funden, como dos realidades que se reconcilian.
Pero semejante imagen de poder no vino sola. Me fue revelada por una mujer de piel tan clara que parecía un reflejo de la luna, de cabello blanco y ojos de un azul que contenía el cielo. Junto a ella, una loba blanca respiraba con la calma de quien ha visto todo arder y florecer.
Ella fue quien me mostró la forma que ardía en la penumbra de mi mente: dos triángulos enfrentados por el vértice. Una geometría arquetípica que no se imagina, sino que se recuerda. Como si hubiera estado allí desde siempre, esperando el instante justo para revelarse. Una mariposa de luz.
Era la runa Dagaz. La runa del despertar. De la transformación. Del momento exacto en que la sombra toca la luz. Una especie de epifanía dibujada que contiene el infinito en su forma. No un final, sino un tránsito. El instante justo antes del amanecer.
Lo que vi aquella noche es lo que se conoce como imagen entóptica. Un fenómeno de percepción interna que nace en la conciencia misma. Los neurocientíficos lo llaman fosfeno: una forma que aparece cuando no hay estímulo externo, cuando todo está en calma y, de pronto, el sistema nervioso genera luz propia.
Los primeros hombres las vieron en la oscuridad de las cuevas, en el fuego, en las danzas. Las pintaban en las paredes como mensajes de los dioses. Según diversos arqueólogos, estos patrones son el origen del arte sagrado. Porque esas formas que vemos al cerrar los ojos —espirales, zigzags, redes, rombos— no son invenciones, sino descubrimientos. Ecos internos de una arquitectura profunda que todos compartimos, y que encierra un gran poder cósmico.
Dagaz no era solo una runa. Era una clave. Una interfaz entre lo humano y lo eterno. En su simple geometría estaba contenido el ciclo entero: noche y día, muerte y renacimiento, duda y certeza. Una puerta entre lo que fuimos y lo que podríamos ser.
Desde entonces me acompaña. La convertí en logotipo, sí, pero también en mi faro. Representa todo lo que intento cultivar y compartir: que del caos nace la forma, que en la adversidad brota la fuerza, que el cuerpo es un mapa hacia el espíritu. Que despertar es recordar. Que incluso en la oscuridad más densa, algo arde desde dentro. Algo que no necesita luz externa para brillar.
Es una promesa. Un portal.
Y cada vez que la veo, me recuerda lo que vine a hacer aquí.
No te la comparto para que la adoptes, sino para que tal vez recuerdes —o descubras— tu propio símbolo.
Tu runa. Tu figura de poder.
Aquella que te espera al otro lado del umbral.
En ese instante oscuro justo antes del alba.
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Maravilloso viaje… me ha encantado tu experiencia y con que profundidad y belleza lo cuentas Antonio… gracias
Quizás fueron las primeras personas las que vieron aquello, y no los primeros hombres. Es tan fácil incluir a toda la humanidad con una palabra tan bella como personas, pero tú, que en el podcast con Sol insistes en hablarnos a nosotras, que somos las que necesitamos tus consejos, aquí en cambio no usas una palabra que nos incluye a todas nosotras, cuando está a tu alcance. Y además no puedes saber si no fueron ellas quienes vieron y pintaron aquello. Feliz domingo.